Podía encerrar cuarenta y tres atardeceres
en un hondo suspiro,
creía en la eternidad de un planeta sin polos,
abarcable con la mirada de la ingenuidad,
conquistable con asombrados correteos,
Pero un perfume nuevo lo cambió todo,
aroma de Afrodita
entré pétalos suaves de flor amanecida
en la alborada del descubrimiento.
Dilemas y conjeturas,
traviesas intrigas,
espinas y más espinas
afiladas y alargadas…
vuelos de golondrinas
que lo hicieron juguete del tiempo,
que rasgaron:
la frágil capa de la confianza,
la vestidura de la fé.
El coqueteo de estambres y pistílos
que lo vistió de adulto
que lo llevó al remoto exilio
ausente de sí mismo,
fue vidente de tantas cosas
ciego de tantas otras
consejero
confidente
idólatra.
En el camino sólo encontró
las espinas de la rosa
que devoró un cordero
¡Ay!
Si alguien supiese curar
las heridas que se esconden
en los atardeceres…
Julio Valencia.
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